jueves, 3 de agosto de 2006

Otra clase de Amazona.
(Por Abraham García)



“Continúe, señor García, cultivando esa especialidad”, dijo sin ironía Juan de Mairena
a uno de sus alumnos cuya principal y única virtud era la de escuchar.

El hecho de que Machado ( Don Antonio, no Chucho) aceptara como necesaria la figura del “oyente”, a quien respetuosamente alentaba, apenas mitiga la desazón que me produce asumir en las verdes aulas de los hipódromos mi exclusiva función de mirón.
Qué no hubiera dado yo por ser parte activa de mi espectáculo favorito y despertar el alba deslizándome sobre la pista entre dos luces, sin otra música que los mudos tambores de la sangre golpeándome las sienes y el sincopado respirar del potro sobre el martilleo de sus cascos en la mullida arena.

La báscula y el calendario me disuadieron al unísono. Y de ambos me vengo en afortunados sueños ( esa desnortada máquina del tiempo), donde más de una noche me he batido con éxito frente a temidos rivales, en selectivas rectas cuyo frenesí no acababa en el poste sino en el despertador.

Ni resignado ni vencido, aún no descarto un mágico régimen capaz de meterme en cintura, o un diabólico antídoto contra la mordedura de los años.

Estratagemas, tretas que me permitan sentir en lo más hondo la libertad del galope, y debutar al fin, alto en la grupa espoleando al otoño.

Mientras tanto, más estímulo que consuelo me producen las montas ajenas, recorridos que más que ver escruto y, dando rienda suelta a mi mosca cojonera, analizo de manera implacable con el látigo que esconde mi retina. Fusta que mantengo en reposo cuando de amazonas se trata considerando su contada participación, por más que sus oportunidades vayan en espectacular aumento, y sin olvidarme que, frecuentemente, los rucios que cabalgan hubieran sido rehusados por la peste y otros jinetes apocalípticos.
Sería pues injusto medir la valía de nuestras aguerridas damas con la misma vara que a los curtidos profesionales que lideran la precaria estadística, en un esperanzador abanico de nombres cada año más abierto.

Y no es ocioso recalcar que en el turf, como en el toreo, las figuras, pudiendo elegir “partenaire”, esculpen en mármol de Carrara, mientras las abnegadas amazonas, salvo excepciones, modelan con barro...

Sin cambiar de tercio recuerdo a mi maestro Rafael de Paula sentenciando con laconismo: “No soy ni mejor ni peor que nadie, soy otra clase de torero”. ¡Ahí es nada! Ser... otra clase. Esa es la verdadera meta. Y lo mejor es que quienes pertenecen, en cualquier disciplina, a esa guirnalda de elegidos frecuentemente parecen ignorarlo. “Buena te quiero, como pan que no sabe su masa buena”, para biendecirlo con el clásico.

Desde antaño vengo apostando en sentido metafórico ―y en el otro, caro a mi nómina― por Diana López. Decir que me fijé en ella, diana de todas las miradas, sería una obviedad. Ovillada en la cruz de sus monturas es imposible no distinguirla en los circuitos. ¡Fuera prismáticos! Con un perfecto “sentimiento del paso”, impecablemente colocada en la grupa sin tirones ni brusquedades, convirtiendo los recorridos en un juego de niños hasta el tramo decisivo, donde con análoga dulzura derrocha un cadencioso braceo más efectivo que espectacular.

Adolfo Botín Polanco, a quien debemos esa biblia equina llamada “El noble bruto y sus amigos” y que a caballo fue un prodigio de sobriedad (Irineo Leguisamo o Gary Moore son otros ejemplos de exquisita sensibilidad), dejó escrito en defensa de esta innata delicadeza que exaltamos: “Un potro se desliza suavemente sobre la hierba con su jinete ―mitad de acero, mitad de goma― inmóvil, pasivo, sobre el dorso; en el sitio preciso, ante un suave movimiento de manos, se estira, acelera ritmo y tranco, remonta a los demás poco a poco y los rebasa por completo, metros antes de la meta. Sin embargo, en la democracia de los hipódromos se aplaude la brutalidad en las llegadas y los que sacan el sable y parten en dos a sus cabalgaduras en los últimos cien metros reúnen la mayoría de los sufragios”

Pasados días me colé de okupa en el coche de un coleguilla que nos acercó a la “matinée” de Mont de Marsan. Mientras limpiaba de legañas mis prismáticos, el caritativo retrovisor me fue premiando con furtivos encuadres del asiento trasero donde, ajena al mundo, Diana dormitaba recostando la cabeza en su ala ( me pregunté si en casa reposaría sobre el látigo como Shakespeare sobre la Ilíada).

Su monta en el óvalo gabacho a un caballo difícil con el que obtendría una honrosa plata, y considerando que el ganador era de otra galaxia, fue como cabía esperar un prodigio de armonía y templanza.

El último sábado llegué a “La curva de El Pardo” cuando los caballos abordaban la eterna recta de Deauville. ¡Es ella!, exclamé como un enajenado. Y seguí gritando hasta emular a Pepe Isbert, hasta la extenuación, hasta la meta: ese esquivo poste que la sonriente Diana cruzaría victoriosa.
Mientras me reprimía para no besar la tele, juré comprarme un penco para que ella lo monte.